sábado, 22 de septiembre de 2007

Asturias. Los comederos de la inteligencia

Nos acostumbramos a pensar bien. No es fácil imaginar lo que supondría acostumbrarnos a pensar mal. Que el primer golpe de vista hacia las cosas y las personas y las instituciones fuera la desconfianza. Imagínese a sí mismo tomando el café con leche de la mañana, convencido de que el café es bueno y la leche también; y no será cierto. Lo más probable es que el café no sea café sino un sucedáneo infecto y la leche haya salido de una probeta más que de una ubre. Y luego cuando baje la escalera y se encuentre con su vecino, al que dará los buenos días, pensará que por supuesto no tiene nada contra usted. Y se equivoca, porque está tramando cómo denunciarle por el más estúpido de los motivos. En fin, que cuando cruce la calle y pase por delante de la tienda del chino que le saludará ritualmente, nada le hará pensar que se trata de un miembro de la triada con varios crímenes en su haber. Como ven, si en vez de estar acostumbrados a pensar bien nuestra inclinación fuera la contraria, la vida sería más incómoda. Yo conozco a gente capaz de pensar mal desde que posan un pie, al salir de la cama. Y apenas se les nota, pero son casos singulares, hasta tal punto que se les denomina líderes políticos, financieros o mediáticos.
Yo pasaba por delante de un edificio en Colombres, un hermoso pueblo asturiano arrasado por el ladrillo, y nunca había pensado que escondía un timo. Un edificio esplendoroso, rodeado de árboles. Se lo conoce como Quinta Guadalupe. Lo construyó el que fuera más importante indiano astur que conocieron los tiempos, don Iñigo Noriega Laso, una inmensa fortuna amasada en el México de Porfirio Díaz, y que se fue al traste con la llegada de la Revolución de Pancho Villa, Zapata y compañía. Varios años paseé por el parque colombrino de la Quinta Guadalupe e incluso alguna vez visité el edificio convertido, tras lujosa reconstrucción, en un modesto Museo de la Emigración. Como nos acostumbramos a pensar bien, jamás me detuve en el membrete que se fija en sus paredes Archivo de Indianos. Me conformaba con el parquecillo y los magnolios, hasta que un día, hace ya algunos años, me dio por saber más de ese tal Iñigo Noriega, personaje descomunal en todo, en su pobreza natal, en su astucia para trepar por el México del XIX, en su fecundidad de semental, en su insaciable rapacidad y en su cándida megalomanía que le llevó a proponer al dictador desterrado, don Porfirio, que optara por la mansión de Colombres y no por un pavillon en los parisinos Campos Elíseos.
Mi acceso al Archivo de Indianos, o más exactamente, los vericuetos funcionariales que hube de driblar para llegar a verle la cara al director y penetrar en lo que yo suponía sancta santorum de la documentación de Indianos, darían para un cuento de Gogol. El tal director, enterado de mi presencia, pasaba por delante de mí, y me observaba, en la completa seguridad de que yo no le conocía. ¡Cómo iba yo a conocer al ínclito intelectual local don Santiago Romero! Aún hoy es una sombra con bigote, uno de esos tipos sórdidos, de profesión sus labores, lo que consiste en hacerle la pelota a los que mandan, gracias a lo cual es al mismo tiempo director de dos museos tan absolutamente incompatibles en cualquier lugar que no fuera Asturias, como el Museo de la Minería y el Museo de la Emigración, distantes en kilómetros y universos. Ahí empecé a preguntarme cosas. Por qué había tantos museos en Asturias; yo he contabilizado un centenar y me aseguran que me quedo corto, porque no cuento los nuevos inventos de pesebre cultural, las denominadas aulas de interpretación, donde al parecer te interpretan una iglesia del prerománico, un castro perdido o catorce huesitos del paleolítico. Por supuesto que a los tres días de visitar la precariedad, abandono y desidia del supuesto Archivo de Indianos me sugirieron que me marchara y dejara de molestar la tranquilidad de aquellos probos empleados, perplejos ante la visita de un extraño. Ahí aprendí varias cosas sobre el estado de la inteligencia asturiana.
La primera y fundamental, que nada es lo que dice ser. La cultura es un instrumento que puede servir de ariete pero que resulta una fuente inagotable de recursos políticos. ¿Qué importa que ese Archivo de Indianos no sea archivo de nada, si es el lugar más idóneo para celebrar sucedáneos de espichas -fiesta asturiana ligada a la sidra y al condumio racial- con tambor y gaita? E incluso está muy bien pensado que el mismo director lleve al tiempo el Museo de la Minería y el de la Emigración, porque el primero depende del PSOE de las cuencas mineras -controlado por el conseguidor Fernández Villa- y el de la Emigración, a su vez, resulta una cantera de votos y fondos para el corrupto socialismo astur, enquistado en la autonomía. Y un corolario: no hay ninguna posibilidad de abrirse paso en el mosaico de intereses plasmado por los centenares de culos incrustados sobre la cultura.
Verbigracia. Si yo, tras el descubrimiento de la verdadera naturaleza golfa del Archivo de Indianos, escribo una carta al periódico local, jamás se publicará, porque la fraternidad de intereses convierte en opaca a la realidad. En otras palabras, que todo amigo metido en un comedero intelectual siempre está en condiciones de compensarte, pero si rompes la omertá, te arriesgas a ser castigado sin palo ni piedra ni presupuesto. Esta misma semana, sin ir más lejos, Daniel Gutiérrez, al que no conozco de nada, recién nombrado Director para el teatro de la Laboral, un centro faraónico de la época franquista convertido en cementerio de inversiones culturales para los amigos del Presidente de la comunidad, acaba de dimitir por un motivo tan divertido como insólito: le nombraron para un cargo que ya le habían dado antes a otro, más amigo del Presidente que él. Los asturianos se desternillarán y hasta le dedicarán un chiste brillante y un apodo, porque para eso son muy dados, pero no pasará de ahí, porque es muy arriesgado romper la rueda de la dependencia.
Pero así estamos, espectadores de un singular torneo amañado en el que el Oviedo de toda la vida, por cierto que dirigido por un parvenu, el alcalde Gabino de Lorenzo, ha decidido apostar por la luminaria de Gustavo Bueno -riojano, escolástico, gran sofista- y regalarle una Fundación, enfrentito de su casa, una sede amplia y bien engrasada de fondos, lo cual le convierte en el personaje de moda del Oviedo de siempre, con gran éxito de crítica y público. La derecha de Oviedo ya tiene un filósofo. Tuvo escritores a los que despreció, damas postineras imparables, una pianista bajita, peluqueros melómanos, un puñado de filarmónicos aguerridos con querencia hacia la ópera, rokeros asilvestrados, deportistas corajudos, tipos célebres que nunca celebraron nada, algún profesor de probada inutilidad, un engominado economista del fascio falangista, pero filósofos, en Oviedo, no recuerdo ninguno que merezca la pena recordar. Gustavo Bueno es el primero desde los timoratos pensadores de la Institución Libre de Enseñanza que ramonearon por la Universidad sin demasiada fortuna. Oviedo, o es de derechas o no es.
Frente a los pensadores subvencionados por el Ayuntamiento de Gabino de Lorenzo y la derechona ovetense, la izquierda del torto con caviar, muy venida a menos, plantó sus reales en Gijón y aledaños. Juanin Cueto -permítanme el diminutivo, por eso del colegio-, Pedro de Silva, Ignacio Quintana..., las estrellas del pensamiento fino y comprometido, se amparan en el poder autonómico que detenta un personaje sin pedigrí conocido que llegó al poder por exclusión y tras la quiebra de la dirigencia socialista, Tini Areces. En Asturias siempre fue muy importante el pedigrí, piensen que la inteligencia local se asienta en el pedigrí tanto más que en la obra, por lo demás discreta. Tanto Juan Cueto como Pedro de Silva, promotores con talento y escritores perezosos, descienden de otras tantas luminarias, inmarcesibles, de la cultura astur, ¡y universal!, que dirían en el Principado. El primero Juan Cueto y Alas, de las Alas de Clarín, sobrino nieto, o algo así, del autor de La Regenta, el Umberto Eco local, no porque escribiera nada sobre la rosa sino porque supo distinguir, en un momento crucial de su carrera, la diferencia entre ser apocalíptico o integrado. El otro, Pedro de Silva y Jovellanos, de los Jovellanos y Jovellanos de toda la vida, ejerció con brevedad y buen talante, quizá por eso, de Presidente de la Comunidad Asturiana, tataranieto, si es que esto existe, de aquel Gaspar de Jovellanos, Jovito para los íntimos, que gozó de buena voluntad, peor pluma e infame suerte; su descendiente fue autor de un novelo picantón, ¡ay Gijón!, y de numerosos artículos, breves y sensatos.
Y ahí están enfrentadas las dos galaxias. La del Partido Popular, concentrada en Oviedo. Y la de Gijón, cantando loas a la sensibilidad artística del Presidente Tini Areces, que ha tenido a bien ponerles a su disposición la vieja Universidad Laboral, mausoleo cultural del viejo régimen, para ensayar a precios suculentos que cien mil flores aparezcan y que lo disfruten del presupuesto. De momento el choque de culturas está parado. Tratan de asumir el momento que se vive, o lo que es lo mismo, la trascendencia histórica de la frase rotunda, astur, milenaria: "la posmodernidad terminó el día 11 de septiembre de 2001". Lo dijo Juanin Cueto, en Gijón, a media tarde del martes de la pasada semana.

Gregorio Morán, en La Vanguardia, Barcelona, sábado 22 de septiembre de 2007

Asturias. La gozosa decadencia

Asturias está de moda y las sobredosis de autoestima se pueden medir, como suele ocurrir con estas cosas, por la manipulación y la ocultación de la verdad; eso que no es exactamente la mentira aunque sí la antesala de ella. Nos enteramos de que el Dr. Luis Andrenio, de Gijón, ha sido sancionado por obcecarse en tratar a sus enfermos más allá de los cinco minutos que marcan las normas de la medicina pública asturiana. Pero el pequeño detalle es que nos enteramos de eso porque el galeno, en un gesto tan caro -no de querido, sino de costoso- como inaudito, puso un anuncio de pago en un diario local. (Sospecho que este pequeño detalle debe estar estudiándose en más de un departamento publicitario de los grandes periódicos, porque imagínense que fuente de ingresos monumental el que los ciudadanos agraviados o jodidos tras un suceso, pusieran su recuadrito de dos módulos, o mejor de tres, con un ligero descuento, y luego lanzáramos a los audaces reporteros a seguir el tema; una noticia, doble rentabilidad). Por supuesto que el asunto sigue su curso; es decir, un puñado de gente se solidarizó con el médico represaliado, pero ni autoridad alguna, ni político en ejercicio, ni asociación mafiosoprofesional de postín, ha exigido una rectificación. El poder en Asturias es impune e implacable con la disidencia.
Da lo mismo que sea presidente de la Comunidad que alcalde de pueblo; el poder en Asturias es inaccesible a los mortales de a pie. O para ser más exactos, la arbitrariedad del presidente de la Comunidad se traslada, como muestra de ejercicio del poder, a todo alcalde de pueblo que se precie. Por ejemplo, los nombramientos se hacen en función de asegurar que los amigos del presidente no se queden fuera de la pomada y así se acaba constituyendo una red clientelar, de fidelidad lacayuna; yo te aseguro el condumio -y como es sabido en Asturias el condumio es abundante- y tú me eres fiel. ¿Cómo se aplica esto a los alcaldes? Pues a su escala y nivel; la industria del ladrillo se ha convertido en fuente nutricia de muchos ayuntamientos asturianos, lo que consiente que se enriquezca el primer edil y reparta suertes entre los suyos y sus familias. Se podría hacer un listado de nombres y lugares, pero no tendría mucho sentido aquí. Lo que sí creo que lo tiene son las formas que adquiere la impunidad. Un médico sancionado por exceso de celo hacia sus pacientes debe poner un anuncio en los diarios, pero un as del volante como Fernando Alonso puede obtener de los diarios asturianos hasta ¡un editorial! El periódico más leído e influyente de Asturias dedicó un indignado editorial -"Alonso, víctima de una cacicada"- para denunciar no sé qué decisión de los organizadores internacionales de las carreras de coches que perjudicaba al piloto ovetense. ¡Un editorial para denunciar la conspiración del mundo mundial contra el joven corredor! No creo que haya otro precedente de este ejercicio de orgullo patriótico y de autoestima patética que aquel otro, atribuido a un diario extremeño hacia 1945, cuando el editorialista, indignado por la escasa atención que le prestaba el lejano Japón imperial en guerra con los Estados Unidos, empezó así su alegato. "Si el Almirante Tojo hubiera leído nuestro editorial de ayer...".
Tiene que haberse deteriorado mucho el ejercicio de la profesión periodística y el papel generador de opinión pública de la prensa para que un diario local, el más influyente con mucho de toda Asturias, incluya cinco fotos, cinco, y en cinco diferentes páginas, con obvia presencia en la primera y a varias columnas, del señor presidente de la Comunidad, Tini Areces, viejo conocido mío por lo demás, y que nunca me hizo mal ni bien (esto es obligado ponerlo en Catalunya, porque en cierta ocasión y en este mismo diario donde escribo, un tan conocido como mediocre político catalán, Felip Puig, llamó a un directivo para preguntarle qué me había hecho él a mí, como si lo de escribir de un zafio incompetente fuera tarea de amigos y enemigos, como en los juegos de niños). No estoy hablando de período electoral, ni de folleto publicitario a insertar, sino del diario La Nueva España del pasado miércoles, 12 de septiembre. Cinco fotos, cinco, portada incluida. ¡Así cualquiera!
Y si cito a un diario en concreto, donde por cierto tengo -o tenía hasta ahora- un buen puñado de amigos, es porque no hay otra forma donde pueda expresarse la opinión pública. ¿Dónde podrían hacerlo? En ninguna parte fuera de pagarse un anuncio publicitario. Lo primero que hace un presidente autonómico impune para garantizarse una cierta eternidad en el cargo es inventarse una televisión autonómica. Asturias acaba de inaugurarla, para vanidad de su presidente y despilfarro de la comunidad. ¿Y qué hace la oposición? Si hay algo ajeno a la opinión pública ciudadana son los partidos políticos asturianos, los que conozco, desde el PSOE, auténtica troupe siciliana encabezada por los Fernández Villa y familia, seguida de los Areces y familia, los Trevín y familia, y los Fernández a secas, formándose como familia... Pasando por Izquierda Unida, que es lo más parecido a la sección de Coros y Danzas locales, defensores de todos las tradiciones, desde el traje astur con montera picona a himnos y banderas, hasta el punto que cabría decir que los comunistas asturianos -los que no salieron corriendo hacia el PSOE, como hizo la mayoría- son la primera organización conservadora del Principado; parecen personajes salidos de una novela de Palacio Valdés.
Los conflictos de familia en el PSOE asturiano podrán llegar hasta el escándalo, pero pase lo que pase, jamás de los jamases cabe en cabeza de asturiano alguno que pueda ser vencido por el Partido Popular, a menos que traigan a alguien que supere el panfilismo de los populares locales. Es curioso cómo el Partido Popular en Asturias, desterrado Álvarez Cascos por exceso de celo y desinterés en la cosa, es lo más parecido a la página no escrita por Darwin a propósito de las especies torpes que ocupan huecos biológicos, donde se enquistan, como los pingüinos. Asturias está dominada por el clientelismo del PSOE, con una reserva para indios de lujo con pedigrí derechista, de toda la vida, Oviedo, donde confío detenerme con mayor hondura en el segundo capítulo de esta breve serie.
Asturias está abocada a convertirse en un gran parque temático, pero ocurre que la autoestima crea algunas asintonías de difícil solución. La primera y fundamental es la conversión del orgulloso espécimen astur -vacilante heredero, convicto y confeso, de Don Pelayo y sus bárbaras mesnadas; no olvidemos que a la sazón la cultura era musulmana, ¡una putada del maligno!-. Difícil tarea convertir ese tipo, al que alguien engañó hace ya muchos años -y él feliz de que le engañaran y que además le dieran tortos de maíz- diciéndole que debía medirse con el mundo. La verdad es que el mundo llegaba a Pimiango por Oriente y a Los Oscos por Occidente, pero resulta duro decirle que debe adaptarse a ser camarero. Camarero indolente, y hasta farruco, faltón si se quiere, pero camarero. Esta es la gran verdad que el mundo astur, sus líderes, sus padres putativos y patrióticos, su autoestima kilométrica, no pueden aceptar. ¿Nosotros, camareros? De eso nada, los traeremos de Latinoamérica o de Rumanía o de donde cojones sea, pero nosotros camareros nunca. Todo lo más, jefes de camareros, pero camarero de tropa, jamás. Y así estamos, adviniendo lentamente a la condición de camareros jefes. Liquidaron la extracción minera, la producción lechera, y están en trance de hacer lo mismo con el vacuno, la ganadería en general y por supuesto la agricultura. Cuando escucho la emoción de los catalanes y catalanas haciéndose mieles de la hermosura del paisaje astur me da un vahído. Los prados abandonados a la espera del constructor que los pague bien para construir adosados, los paisanos discutiendo sobre si el lobo hay que marginarlo, incorporarlo a la vida rural o ponerle heladerías por la montaña para que no se aburra. Aseguran que la cadena de supermercados "Alimerka" tiene más empleados que cualquier otra empresa. Un parque temático precioso, donde si al final se animan los de Izquierda Unida, los paisanos asumirán con orgullo y autoestima patriótica -¡puxa Asturies, borracha y dinamitera!- que deberían recibir a los turistas vestidos de porruanos o de vaqueiros de alzada, y las mujeres con los trajes de moza y la enagua bien planchada, que dice la tonada. ¡Qué bien se muere Asturias! La gente se va y vuelve en el verano, porque el gran publicitario de la España sin complejos, un leonés, Zapatero, ha afirmado este verano cuando llegó a Los Oscos, en helicóptero, porque de haberlo hecho por carretera aún estaría llegando, "a Asturias siempre se vuelve". Genial. Ser asturiano está de moda y sus políticos aseguran que son la sal de la tierra. Tienen una princesa, un piloto de excepción, un paisaje para gozar, una comida de primera calidad, unos premios tan cosmopolitas que incorpora a Bob Dylan -nadie ha osado recordar que el promotor fue el miembro del jurado don Rodrigo Uría, recientemente fallecido y con bufete en New York-, unos políticos que se desviven de asturianía y unos ciudadanos atigrados a los que alimentan con mentiras, como a los animales esclavos.
Lo primero que hay que hacer a una sociedad complicada y en pleno y absoluto proceso de decadencia es caparla. Cortarle todas las vías de solución broncas -reconstruir su fuerza de antaño, por ejemplo- y domesticarla asegurándole que son la sal de la tierra y que todos en España les tienen mucho miedo. ¡Uf, la Asturias del 34 y la del 36! Y no digamos la valiente del 62 y del 64, antes de que de aparecieran los Fernández Villa y los Alfonsos Guerras para crear la Sagrada Familia del Sindicalismo sin obreros. ¡Qué miedo nos tienen! La verdad es que ninguno, y eso ha permitido que Asturias pasara de ser un lugar histórico y hasta legendario de la izquierda transformadora a un parque temático donde te cobran la entrada por ver a los tigres de antaño convertidos en contadores de historias y aparcacoches en Covadonga. Nadie es dueño de sí mismo si le subvencionan.


Gregorio Morán, en La Vanguardia, Barcelona, sábado 15 de septiembre de 2007

Higinio Carrocera

Dado que el libro «La batalla del Oriente de Asturias» y otras publicaciones han sacado a la luz el recuerdo del anarquista Higinio Carrocera, me he decidido tras mucho tiempo de posponer esa intención, a aportar un pequeño grano de arena sobre la memoria de quien fue uno de los más destacados jefes de milicias de la guerra civil en Asturias. Y tras lo hechos sobradamente conocidos de su participación en el ataque a los cuarteles de la Guardia Civil en las Cuencas, vino como lógica consecuencia, que su grupo de anarquistas armados colaborase activamente en el asalto final al cuartel de Simancas de Gijón. Como ocurrió en el madrileño cuartel de la Montaña, cuando los atacantes irrumpieron en el recinto defendido por las tropas sublevadas, la dura lucha mantenida durante las jornadas precedentes condujo, inevitablemente, a una tremenda carnicería con los que podrían haberse rendido. Y es poco conocido el hecho de que Carrocera, en un arranque de furia, tratase de detener una inútil matanza que contravenía todos sus principios. Pero fue inútil, la venganza ciega se impuso, a su pesar.
Dije al comienzo que había retrasado la elaboración de un artículo sobre este personaje, pues la relación de los Carrocera con mi familia materna, fue mucho más íntima e intensa de lo que se pudiera pensar. Y esta relación, que se inició de un modo totalmente casual, ha dejado en algunos de mis familiares un poso de amargura que aún hoy se deja sentir de algún modo. El primer contacto entre ambas partes se produjo, cuando las tropas de la Brigada Móvil al mando del mayor de milicias Higinio Carrocera, llega al concejo de Belmonte, más concretamente a la ría de Miranda, con el encargo de guarnecer la margen sur del río Narcea, que se veía amenazada por el avance cercano de las «columnas gallegas». Entre los milicianos que tomaron posiciones en ese lugar, se encontraba un joven teniente que no era otro que el hermano pequeño de Higinio, Antonio Carrocera Mortera.
Entre escaramuzas, golpes de mano y contragolpes, batallas más o menos intensas, el tiempo pasa y los hombres de la brigada se aclimatan al lugar, como es lógico. En aquel, en otro tiempo idílico valle, los milicianos se acuartelan en las casas de la población rural y conviven -más o menos- con los vecinos de la zona. En un pequeño pueblo llamado Villanueva, existe una casa perfectamente conservada, que cuenta con dos amplias y soleadas galerías en uno de sus laterales, donde deciden instalar un hospital de campaña, y en la que también organiza Higinio Carrocera su puesto de mando. Un poco más allá, apenas doscientos metros, un puente cruza el río y separa a los concejos de Belmonte y Salas. Nada más pasar este puente, pocos metros más allá también, está el pueblo que se conoce como Bárcena, donde pernoctan, repartidos por las casas, algunos milicianos. Entre ellos está Antonio Carrocera, que lo hace en casa de mis abuelos.
Era la de los abuelos una familia normal de la época, dedicada a sus quehaceres ganaderos y de labranza. El matrimonio contaba con siete hijos, de los cuales cinco eran mujeres y dos varones. La vida cotidiana prosigue, la guerra sigue su curso, y en momentos como ésos en los que afloran los peores sentimientos de los hombres que guerrean, pueden nacer también otros sentimientos tan intensos como los del amor. Y sucedió que el joven teniente se enamorara de una de las jóvenes de la familia, y ella le correspondiera. El miliciano tenía entonces, si la memoria no me falla, veintidós años. Ella sólo dieciséis. Es muy posible que un tácito acuerdo entre el mayor de brigada y el padre de la joven condujera a imponer orden en la apasionada relación que culminó, como no podía ser de otra manera, en un matrimonio en el Juzgado más próximo. Así fue sencillamente cómo uno de los hermanos Carrocera entró a formar parte de mi familia. Esta alianza trajo más tarde muchos sinsabores, pero sirvió para salvar la vida de mi abuelo en dos ocasiones, en las que elementos incontrolados lo llevaron para «pasearlo» por haber votado en las elecciones a las derechas. La oportuna intervención de Higinio Carrocera evitó un asesinato inútil.
Antes de que la Brigada Móvil fuera requerida como refuerzo en la batalla de Oriente y por lo tanto trasladada a las inmediaciones de la sierra del Cuera, las cosas ya se habían puesto muy feas para las tropas republicanas, así que mi tía, flamante esposa de Antonio Carrocera, partió al exilio momentáneo de Francia, en compañía de la madre y las hermanas del miliciano. Allí permanecería varios meses, no regresando hasta la caída de Asturias en manos de las tropas franquistas. Fue mi abuelo el que tuvo que realizar un penoso viaje en los destartalados ferrocarriles de la época hasta Bilbao, donde pudo recogerla y traerla de vuelta a casa. Entretanto, la defensa del Mazucu no pudo hacer más que lograr un retraso de días en el curso inexorable de la contienda, y todos se vieron forzados a la rendición o a la desbandada general. El mayor de brigada Carrocera, medalla de la Libertad, fue apresado en alta mar a bordo de un buque que huía de la costa asturiana, y Antonio Carrocera regresaba a casa de su mujer cruzando valles y montes e intentando no ser apresado.
Pasó varios meses escondido tras los muros del hogar de mis abuelos, debatiéndose en la incertidumbre de «echarse al monte» y buscar a otros como él, o ser apresado cualquier noche por unos de los piquetes que buscaban huidos o refugiados en la zona. Mi abuelo habló cautelosamente con ciertos mandos falangistas que le hicieron saber lo de siempre: «Si no tiene delitos de sangre, nada le pasará». El caso es que el joven teniente cuya intención no era la de entregarse, quizá tentado por los cantos de sirena que le ofrecían la posibilidad de reanudar una vida normal, hizo lo que nunca debió hacer. Se entregó en Belmonte a los que le habían dado garantías. Como todo el mundo sabe, el mayor de brigada Higinio Carrocera fue fusilado en la cárcel de Oviedo tras un juicio sumarísimo. Antonio Carrocera pasaba veinticuatro horas más tarde ante el pueblo de su esposa, a bordo de un camión descubierto con otros camaradas, cuyo único destino era el de ser ejecutados con un tiro en la nuca unos kilómetros más allá. Hoy sus restos y los de los otros republicanos, yacen en el fondo de una pequeña depresión del terreno, al borde de un pequeño reguero de agua que parece murmurar incansable un lamento, en un lugar que se conoce como la carretera de la Doriga. Sigue por tanto de alguna manera en el valle de mis sueños y los suyos. La ría de Miranda.
Gerardo Lombardero en La Nueva España, Oviedo, sábado 22 de septiembre de 2007