sábado, 22 de septiembre de 2007

Higinio Carrocera

Dado que el libro «La batalla del Oriente de Asturias» y otras publicaciones han sacado a la luz el recuerdo del anarquista Higinio Carrocera, me he decidido tras mucho tiempo de posponer esa intención, a aportar un pequeño grano de arena sobre la memoria de quien fue uno de los más destacados jefes de milicias de la guerra civil en Asturias. Y tras lo hechos sobradamente conocidos de su participación en el ataque a los cuarteles de la Guardia Civil en las Cuencas, vino como lógica consecuencia, que su grupo de anarquistas armados colaborase activamente en el asalto final al cuartel de Simancas de Gijón. Como ocurrió en el madrileño cuartel de la Montaña, cuando los atacantes irrumpieron en el recinto defendido por las tropas sublevadas, la dura lucha mantenida durante las jornadas precedentes condujo, inevitablemente, a una tremenda carnicería con los que podrían haberse rendido. Y es poco conocido el hecho de que Carrocera, en un arranque de furia, tratase de detener una inútil matanza que contravenía todos sus principios. Pero fue inútil, la venganza ciega se impuso, a su pesar.
Dije al comienzo que había retrasado la elaboración de un artículo sobre este personaje, pues la relación de los Carrocera con mi familia materna, fue mucho más íntima e intensa de lo que se pudiera pensar. Y esta relación, que se inició de un modo totalmente casual, ha dejado en algunos de mis familiares un poso de amargura que aún hoy se deja sentir de algún modo. El primer contacto entre ambas partes se produjo, cuando las tropas de la Brigada Móvil al mando del mayor de milicias Higinio Carrocera, llega al concejo de Belmonte, más concretamente a la ría de Miranda, con el encargo de guarnecer la margen sur del río Narcea, que se veía amenazada por el avance cercano de las «columnas gallegas». Entre los milicianos que tomaron posiciones en ese lugar, se encontraba un joven teniente que no era otro que el hermano pequeño de Higinio, Antonio Carrocera Mortera.
Entre escaramuzas, golpes de mano y contragolpes, batallas más o menos intensas, el tiempo pasa y los hombres de la brigada se aclimatan al lugar, como es lógico. En aquel, en otro tiempo idílico valle, los milicianos se acuartelan en las casas de la población rural y conviven -más o menos- con los vecinos de la zona. En un pequeño pueblo llamado Villanueva, existe una casa perfectamente conservada, que cuenta con dos amplias y soleadas galerías en uno de sus laterales, donde deciden instalar un hospital de campaña, y en la que también organiza Higinio Carrocera su puesto de mando. Un poco más allá, apenas doscientos metros, un puente cruza el río y separa a los concejos de Belmonte y Salas. Nada más pasar este puente, pocos metros más allá también, está el pueblo que se conoce como Bárcena, donde pernoctan, repartidos por las casas, algunos milicianos. Entre ellos está Antonio Carrocera, que lo hace en casa de mis abuelos.
Era la de los abuelos una familia normal de la época, dedicada a sus quehaceres ganaderos y de labranza. El matrimonio contaba con siete hijos, de los cuales cinco eran mujeres y dos varones. La vida cotidiana prosigue, la guerra sigue su curso, y en momentos como ésos en los que afloran los peores sentimientos de los hombres que guerrean, pueden nacer también otros sentimientos tan intensos como los del amor. Y sucedió que el joven teniente se enamorara de una de las jóvenes de la familia, y ella le correspondiera. El miliciano tenía entonces, si la memoria no me falla, veintidós años. Ella sólo dieciséis. Es muy posible que un tácito acuerdo entre el mayor de brigada y el padre de la joven condujera a imponer orden en la apasionada relación que culminó, como no podía ser de otra manera, en un matrimonio en el Juzgado más próximo. Así fue sencillamente cómo uno de los hermanos Carrocera entró a formar parte de mi familia. Esta alianza trajo más tarde muchos sinsabores, pero sirvió para salvar la vida de mi abuelo en dos ocasiones, en las que elementos incontrolados lo llevaron para «pasearlo» por haber votado en las elecciones a las derechas. La oportuna intervención de Higinio Carrocera evitó un asesinato inútil.
Antes de que la Brigada Móvil fuera requerida como refuerzo en la batalla de Oriente y por lo tanto trasladada a las inmediaciones de la sierra del Cuera, las cosas ya se habían puesto muy feas para las tropas republicanas, así que mi tía, flamante esposa de Antonio Carrocera, partió al exilio momentáneo de Francia, en compañía de la madre y las hermanas del miliciano. Allí permanecería varios meses, no regresando hasta la caída de Asturias en manos de las tropas franquistas. Fue mi abuelo el que tuvo que realizar un penoso viaje en los destartalados ferrocarriles de la época hasta Bilbao, donde pudo recogerla y traerla de vuelta a casa. Entretanto, la defensa del Mazucu no pudo hacer más que lograr un retraso de días en el curso inexorable de la contienda, y todos se vieron forzados a la rendición o a la desbandada general. El mayor de brigada Carrocera, medalla de la Libertad, fue apresado en alta mar a bordo de un buque que huía de la costa asturiana, y Antonio Carrocera regresaba a casa de su mujer cruzando valles y montes e intentando no ser apresado.
Pasó varios meses escondido tras los muros del hogar de mis abuelos, debatiéndose en la incertidumbre de «echarse al monte» y buscar a otros como él, o ser apresado cualquier noche por unos de los piquetes que buscaban huidos o refugiados en la zona. Mi abuelo habló cautelosamente con ciertos mandos falangistas que le hicieron saber lo de siempre: «Si no tiene delitos de sangre, nada le pasará». El caso es que el joven teniente cuya intención no era la de entregarse, quizá tentado por los cantos de sirena que le ofrecían la posibilidad de reanudar una vida normal, hizo lo que nunca debió hacer. Se entregó en Belmonte a los que le habían dado garantías. Como todo el mundo sabe, el mayor de brigada Higinio Carrocera fue fusilado en la cárcel de Oviedo tras un juicio sumarísimo. Antonio Carrocera pasaba veinticuatro horas más tarde ante el pueblo de su esposa, a bordo de un camión descubierto con otros camaradas, cuyo único destino era el de ser ejecutados con un tiro en la nuca unos kilómetros más allá. Hoy sus restos y los de los otros republicanos, yacen en el fondo de una pequeña depresión del terreno, al borde de un pequeño reguero de agua que parece murmurar incansable un lamento, en un lugar que se conoce como la carretera de la Doriga. Sigue por tanto de alguna manera en el valle de mis sueños y los suyos. La ría de Miranda.
Gerardo Lombardero en La Nueva España, Oviedo, sábado 22 de septiembre de 2007